“Qué difícil es” y “Moríos” o la brecha generacional, el edadismo y el cuidatoriato (Huffpost 14/01/2023)

Ambas han conseguido captar la atención de los espectadores.

Por Antonio Hernández Nieto

Se acaban de estrenar en Madrid dos obras que, al menos el día de su estreno en la capital, han obtenido el interés del público. Una es Qué difícil es de Esteban Roel en el Teatro Alfil y la otra es Moríos de Ana María Ricart en el Teatro de la Abadía. La primera famosa por haber sido prohibida en un pueblo porque sus actores se pasan la obra en calzoncillos y la segunda por estar hecha por gente mayor y encuadrada dentro del teatro participativo.

Cada una tiene su público. De eso no hay duda. Pero difícilmente tendrán el beneplácito de la crítica, sobre todo la primera. Motivos hay muchos. Empezando por sus historias, bastante tópicas.

 
 

Qué difícil es cuenta la vida de unos treintañeros a punto de triunfar como actores, cuyo sueño corta de raíz la cancelación de una obra por parte de su director. La situación da lugar a que cuenten como han llegado hasta allí y hasta dónde van a llegar tras ese incidente.

Moríos cuenta la vida de unos ancianos. Desde la vida solitaria de una anciana y su contacto con el mundo gracias a la famosa medalla que tienen para avisar, hasta las sesiones de animación en los asilos para mantenerse activos, excusa perfecta para introducir números de bailes contemporáneos.

Con esas mini sinopsis, cualquier persona se puede casi imaginar lo que va a suceder. Sí, los protas de Qué difícil es tuvieron la resistencia de sus padres para esto de la interpretación o de haber salido de una enfermedad mental, del armario y hasta del fútbol, al que no jugaban bien, gracias a la interpretación.

Así que, como Paco Martínez Soria en la película La ciudad no es para mí, que estos actores habrán visto en Cine de Barrio, se plantan en Madrid. Primero para aprender cómo actuar, y luego, tratar de triunfar mientras se baten el cobre en trabajos de mierda. Desde ahí, ¿dónde pretenden llegar? A ganar un Goya, ser un productor exitoso. Y si eso no sale, volverse con el rabo entre las piernas a los negocios familiares que poco o nada les gustaban. Ah, y a ser amigos para siempre, amics per sempre, como cantaban Los Manolos en las Olimpiadas de 1992.

Moríos juega a algo similar pero visto desde una edad distinta. La viuda que vive sola, soledad no deseada, pero sí querida o preferida a otras opciones. Los mayores que viven en residencias o que son llevados a residencias pensando en su bien. Cuando ellos lo que quieren es ver las obras desde una valla, hablar poco y bailar, aunque lo de bailar es por libre. Lejos queda la maravillosa Kontakthof de Pina Bausch bailada por mayores de 65 años.

Viendo esta obra, en la que está muy presente la Virgen María levitando por el escenario, no queda claro si la mirada de sus protagonistas está en el más allá o en el más acá. Lo que sí tienen claro es que las izquierdas les han abandonado. ¿Las derechas? No se sabe lo que piensan porque nada dicen de ellas.

Si la primera es claramente teatro comercial, complaciente con el público al que va dirigida, para ver en teatros como el Alfil, el Lara, Los Luchana, el Muñoz Seca o en cualquiera del grupo S Media, la segunda sí que tiene un sesgo claramente artístico. Las imágenes con la Virgen son bellas, sobre todo la final, y las coreografías son de Sol Picó y, eso se nota, y los bailarines/actores profesionales serán mayores pero se saben mover y muy bien en el espacio.

Así que, si no son tan interesantes desde el punto de vista dramatúrgico, ¿por qué hablar de ellas? ¿Dedicarles un artículo? Porque al haber visto las dos con un día de diferencia, se aprecia más y mejor la brecha generacional y el edadismo del que se habla en Moríos.

En la primera, los treintañeros se muestran como gentes ocupadas en lo suyo. Con poco o nada de interés en lo social, salvo cuando les toca. Incluso lo social, según esta obra, lo ven como un problema individual a resolver por sí mismos. Los amigos solo están para compartir los éxitos, los fracasos, las historias personales (con quien te acuestas, con quien te levantas, de quien te divorcias), y los proyectos/empresas que necesitan a otras personas, como montar una obra de teatro.

Sin embargo, los mayores de Moríos entienden que lo suyo no es un problema individual, algo que puedan resolver por sí mismos. No es que reclamen la tribu y sus reglas, no. Sino que saben que para poder ser y comportarse como individuos libres necesitan una sociedad en la que poder hacerlo. Y revelarse contra el cuidatoriato, esa sociedad del cuidado que se les está imponiendo como se impuso el heteropatriarcado o el racismo. Y esa es la mirada que devuelve el escenario del Teatro de la Abadía.

De atender a estas dos obras como representativas de ambos colectivos, lo que no tienen por qué serlo, es ahí donde estaría la llamada brecha generacional. Entre una juventud, buena gente, limpita, todo lo más un porrete (típico chiste banal sobre las drogras, ¡otra vez! sin tener en cuenta la de psicosis de difícil tratamiento que están produciendo) o una orientación sexual diversa y unos ancianos, con cierta retranca, innecesariamente poética, que se resisten a esa sociedad que los encierra en casa o en residencias.

Brecha entre unos cuerpos musculados, de gimnasio, de reportaje de moda o publicidad de colonias, por lo que se muestran en calzoncillos como reclamo comercial. Y unos cuerpos mayores sin la flexibilidad ni la musculatura de los años mozos, aunque son capaces de bailar y arrastrarse por el escenario. Que incluso se atreven a desnudarse en escena. Aunque desde la butaca no se ve la necesidad de que lo hagan pero puede que la tenga desde el punto de vista de la creatividad y la reivindicación.

Tal vez, el edadismo se encuentre ahí. En la incapacidad de ver que a cualquier edad queda todo por hacer. Y que la ilusión por poner una obra en el escenario y triunfar en el mismo, no tiene edad posible. Por mucho que haya una sociedad que imponga una fecha a partir de la que se tienen que recibir cuidados.